Don DELILLO
AMERICANA (1971)
Editorial Circe
Traducció de Gian Castelli“
- Cuéntame un cuento, le pedí.
- ¿De qué tipo?
- Alguno acerca del grandioso Oeste dorado y los indios y el gran
espíritu salvaje de América.
- ¿Es necesario que hable con frases cortas?
- No
- No
- Tengo uno perfecto –dijo-. Trata de un viejo y sabio hombre mágico de
los sioux oglala y de lo que me dijo en cierta ocasión durante una noche de
luna.(...)
Tenía cien años, y su
aspecto era el de un tocón de roble. De niño, había luchado en la batalla de
Little Bighorn junto a Caballo Loco. Ya entonces aborrecía el derramamiento de
sangre, y había pasado la mayor parte de sus años de adulto ayunando y orando.
Hace algún tiempo, y gracias a los buenos oficios de un antropólogo que en otro
tiempo fuera amigo de mi padre, conseguí permiso para visitar a Cuchillo Negro
en su choza de las colinas de Dakota del Sur. Le formulé algunas preguntas de
cortesía de las que él prefirió hacer caso omiso, mostrando ya desde el
principio un magnífico desprecio por las formalidades. Chupaba una vieja y
horrible pipa de mazorca que supuse llena de barro y hojas húmedas. Y entonces
le pregunté si habían cambiado mucho las cosas desde su niñez. Me respondió que
aquella era la pregunta más inteligente que alguien le había hecho nunca. Las
cosas apenas habían cambiado, tan sólo lo habían hecho los materiales, las
tecnologías. Vivíamos en la misma nación de ascéticos, de expertos en
competitividad, de enemigos del desperdicio. Hemos pasado todos estos años
rediseñando nuestros paisajes para cercenar los objetos innecesarios, tales
como los árboles, las montañas y cualquier edificio que no aproveche al máximo
cada centímetro cuadrado de espacio. El ascético detesta el desperdicio.
Planeamos la destrucción de todo aquello que no obedezca a la causa de la
eficacia. Resulta difícil de creer, dijo, que seamos ascéticos. Pero los somos;
lo somos más que todos los falsos santos de allende los mares.
Lo que realmente deseamos
hacer, dijo, desde los más recónditos secretos de nuestro corazón, es destruir
los bosques, las casitas blancas, los puentes cubiertos, los edificios de
piedra, los jardines de azaleas, los grandes graneros rojizos, las tabernas
coloniales, las barcazas fluviales, los pueblos balleneros, las sidrerías, las
norias, las mansiones de antes de la guerra, las cabañas de troncos, las
encantadoras iglesias antiguas y los pequeños y acogedores apeaderos de
ferrocarril. Todos, incluso los conservacionistas, incluso los beligerantes que
se encadenan a antiguos y delicados edificios para impedir que los destruyan,
estamos a favor de su demolición. Así es como somos. Líneas rectas y ángulos
rectos. Experimentamos, admítelo, un deleite íntimo ante el espectáculo de la
belleza envuelta en llamas. Ansiamos dinamitar para siempre las cosas más
antiguas y más bellas para luego sustituirlas con estructuras idénticas pero
carentes de gusto. Con depósitos de células cancerígenas. Con pulcras cámaras
grises destinadas a la meditación y a la lectura de anuncios publicitarios.
Imagina los fantásticos moteles que podríamos edificar en la pradera si tan
sólo pudiéramos rendirla por completo a los demonios de nuestra auténtica
naturaleza: imagina los automóviles que podrían trasladarnos de uno a otro de
esos moteles; imagina las monolíticas máquinas de cincuenta pisos de altura con
las que nos desembarazaríamos de las víctimas de los accidentes
automovilísticos sin tener que preocuparnos de funerales ni del gasto que
suponen las lápidas y los sepulcros. Dejemos a la policía que campe a sus
anchas. Dejemos a los enloquecidos dirigentes de nuestra nación que destruyan a
quien les plazca. Eso es lo que realmente queremos, me dijo Cuchillo Negro.
Queremos vernos totalmente engullidos por lo que llamamos los peores elementos
de nuestra vida y nuestro carácter nacionales. Queremos chapotear en el
reluciente, terrible y oscuro corazón de la Gran Madre América. (Eso fue lo que
dijo.) Queremos reconciliarnos con la falsa cólera que tan a menudo mostramos
ante los crecientes síntomas de esterilidad y violencia de nuestra cultura.
Liquidar las viejas edificaciones de piedra y las elegantes terminales de tren.
Eliminar los apestosos y carcomidos juzgados de las ciudades pequeñas.
Pulverizar el puente de Brooklyn. Pulverizar Nantucket. Pulverizar la avenida
de Blue Ridge. Tenemos que ser conscientes de que estamos viviendo en
Megamérica, neón, fibra de vidrio, plexiglás, poliuretano, mylar, acrilita.”
Un conte extraordinari: un mon per destruir i molta gent disposta...
ResponEliminaEduard
ResponEliminaEn Delillo és molt gran!
El seu últim llibre de contes és magnífic.
Gràcies pel text!