Cormac McCarthy ha sido, hasta el estreno de películas como “No es país para viejos” y “La carretera” basadas en sus obras respectivas, un autor oculto, comparado con Salinger y Pinchon, de esa raza de artistas celosos de su intimidad. Pero, la verdad es que poco a poco ha ido apareciendo más en los medios y sus lectores hemos podido ir conociendo algo más de su personalidad. Iván Thais, en su bloc: Moleskine literario, tiene un resumen exhaustivo de sus apariciones:
“Enumeremos: una en The New York Times en 1992 justo después de publicar su novela All The Pretty Horses; otra en Rolling Stone en el 2007 sobre su participación en The Santa Fe Institute; una con The Wall Street Journal en el 2009 tras la adaptación al cine de su novela The Road; otra con la cadena de radio estadounidense NPR, junto con el cineasta Werner Herzog y el físico Lawrence Krauss, donde se habló sobre las cosas en común entre la ciencia y el arte; otra más en la revista Time en 2007, una charla con los hermanos Coen, tras la adaptación de No Country for Old Men; y la más famosa, en la televisión con Oprah Winfrey en 2008, después de la publicación de The Road.”
Hemos traducido aquí la entrevista que concedió al periodista del New York Times Richard B. Woodbard y publicó el 19 de abril de 1992.
“¿Conoce las serpientes de cascabel de Mojave?”, pregunta Cormac McCarthy. La pregunta se desliza en una comida en Mesilla, Nuevo México, porque el hermético autor, quizás el mejor novelista desconocido de América quiere llevar la conversación lejos de sí mismo y parece que piensa que una historia sobre un reciente viaje a la frontera entre Texas y Méjico ofrece algún camuflaje. Un escritor que da cuenta de las brutales acciones de los hombres con tortuoso detalle, que rara vez aplica la anestesia de la psicología, McCarthy declama más que hace confidencias. Y es de la clase de contadores de anécdotas de lengua dorada que saborea lugares peculiares; se inclina sobre su plato y murmura los detalles en su suave acento de Tennessee.
“Las serpientes de cascabel de Mojave tienen un veneno neurotóxico, casi como el de las cobras”, explica dando una lección de historia natural sobre las dos fases de color del animal y el mapa de su distribución en el Oeste. Descubrió la criatura en un viaje por una carretera solitaria en su camioneta cerca del Parque Nacional de Big Bend. McCarthy no escribe sobre lugares que no ha visitado y ha hecho docenas de incursiones semejantes para explorar Tejas, Nuevo Méjico, Arizona y al otro lado de Río Grande, en Chihuahua, Sonora y Cohauila. El basto vacío del desierto del suroeste le sirvió como metafora de la violencia nihilista de su última novela, “Meridiano de Sangre”, publicada en 1985. Y ese terreno deshabitado y erosionado es de nuevo el trasfondo de “Todos los hermosos caballos”, que publicará el próximo mes Knopf.
"Es muy interesante ver un animal en la naturaleza virgen que te puede matar sin piedad," dice con una sonrisa. "Lo único que había visto que responda a esa descripción era un un oso pardo en Alaska. Y eso es una sensación extraña, porque no hay una valla, y sabes que si se cansa de perseguir marmotas se moverá en cualquier otra dirección, que puede ser hacia ti.”
Manteniendo una distancia respetuosa con la serpiente de cascabel, empujándola con un palo, la engatusó hacia la hierba y desapareció. Dos guardabosques del parque que encontró después se mostraron reacios a hablar sobre víboras mortíferas entre los excursionistas. Pero otro, un tipo de hombre de los de McCarthy, puso el asunto en perspectiva. "No sabemos lo peligrosas que son," dijo. "Nunca han picado a nadie. Suponemos que no sobreviviría."
Acaba con una risa en los ojos centelleantes esta anécdota de sobremesa, que tiene un tono más jocoso que la ficción venenosa de McCarthy, aunque los mismos elementos están ahí. El encuentro tenso en un paisaje prohibido, el humor negro ante los hechos, la oportunidad de un final doloroso. Cada una de sus cinco novelas anteriores ha estado marcada por una intensa observación natural, una especie de mórbido realismo. Sus personajes a menudo son parias -indigentes o criminales o las dos cosas. Gente sin hogar o que se aloja en casuchas sin electricidad, que vaga por los espacios apartados del Este de Tennessee o a caballo en los espacios abiertos y secos del desierto. La muerte, que se anuncia a menudo, acecha desde el cielo abierto, bruscamente, en una garganta cortada o en una bala en el rostro. El abismo que se abre en cualquier desliz.
McCarthy aprecia lo salvaje -en animales, paisajes y personas- y aunque es un hombre de buena cuna, educado y culto de 58 años, ha estado la mayor parte de su vida adulta fuera de órbita. Sería difícil encontrar un escritor norteamericano importante que haya participado menos en la vida literaria. Nunca ha enseñado ni escrito periodismo, no ha hecho lecturas, no ha promocionado un libro ni ha concedido entrevistas. Ninguna de sus novelas ha vendido más de 5.000 copias de tapa dura. Durante la mayor parte de su carrera ni siquiera ha tenido agente literario.
Pero para una pequeña fraternidad de escritores y académicos, McCarthy se mantiene como una excelencia, sin proporción a su reconocimiento o sus ventas. Una figura de culto, con una reputación de escritor de escritores, especialmente en el Sur y en Inglaterra, que ha sido comparado a veces con Joyce y Faulkner. Saul Bellow, que participó en el comité que en 1981 le concedió una beca MacArthur, la llamada beca para genios, proclama sobre su “absoluto dominio del lenguaje, sus frases vivificadoras y mortíferas.” El historiador y novelista Shelby Foote dice: “McCarthy es un novelista más joven que yo que me ha emocionado. Les dije a la gente de MacArthur que les honraría tanto como ellos me honran a mi.”
Un novelista para hombres cuya visión apocalíptica pocas veces se centra en las mujeres, McCarthy no escribe sobre sexo, amor o cuestiones domésticas. “Todos los hermosos caballos” una historia de aventuras sobre un chico de Texas que huye a México con su colega es excepcionalmente amable en su caso –como Huck Fin y Tom Sawyer a caballo. La naturaleza cabal de los jóvenes personajes, la historia clara y ágil que recuerda al primer Hemingway, debería proporcionar a McCarthy una mayor audiencia manteniendo al tiempo su mística masculina.
Pero sea lo que sea lo que falte en la temática, la prosa de McCarthy restaura el terror y la grandiosidad del mundo físico con una gravedad bíblica que puede quebrantar al lector. Una página de cualquiera de sus libros –minimamente puntuados, sin comillas, evitando apóstrofes, puntos, puntos y comas- tiene la sobriedad estilizada que magnifica la fuerza y la precisión de sus palabras. La crueldad inimaginable y las cosas más sencillas, el sonido de un toque en una puerta, coexisten como en este pasaje típico de "Meridiano de Sangre" sobre la muerte sin luto de una bestia de carga:
"La tarde siguiente cuando iban subiendo al borde occidental perdieron uno de los mulos. Fue dando saltos por la pared del cañón con el contenido de las alforjas estallando sordo en el aire seco y cayó a través de la luz del sol y la sombra girando en ese vacio solitario hasta desaparecer de la vista en un agujero de espacio frío y triste que lo absolvió para siempre de la memoria de la mente de cualquier ser vivo que hubiera.”
Heredero legal de la tradición gótica sureña, McCarthy es un consevador radical que todavía cree que la novela puede, en sus palabras, “abarcar todas las variadas disciplinas y los intereses de la humanidad.” Y con sus incursiones recientes en la historia de Estados Unidos y México, ha trazado un sendero solitario en el corazón violento del viejo Oeste. No hay nadie ni remotamente parecido en la literatura norteamericana contemporánea. Una cosa compacta, tímida, de 6 pies con sus botas de vaquero, McCarthy camina con vitalidad, como alguien que es también un buen bailarín. Distinguido y elegante a medida que su pelo adquiere un tono gris, tiene unos ojos célticos azul turquesa profundos en su frente abovedada. “Da una impresión de fuerza y vitalidad y poesía,” dice Bellow, que lo describe como “embutido en su propia persona.”
Para un obstinado solitario, McCarthy es una figura simpática, un hablador de mundo, gracioso, testarudo, de risa fácil. A diferencia de sus personajes analfabetos, que tienden a ser breves y crudos, habla de una manera divertida e irónica. Su sintaxis afectada tiene una elegancia relajada, como si tuviera fácil control de la dirección y la correspondencia de sus pensamientos. Cuando ya había aceptado la entrevista -después de largas negociaciones con su agente en Nueva York, Amanda Urbano de International Creative Management, que le prometió que no tendría que hacer otra durante años- se mostró feliz de entretener a la compañía durante unos días.
Desde 1976 ha vivido principalmente en El Paso, que se extiende a lo largo del Río Grande, canalizado en hormigón hasta la frontera con México en Juarez. McCarthy, recluso gregario, tiene muchos amigos que saben que le gusta estar solo. Hace unos años el Herald-Post de El Paso organizó una cena en su honor. Educadamente les advirtió que no asistiría, y no lo hizo. La placa conmemorativa está colgada ahora en la oficina de su abogado.
Durante muchos años no tuvo paredes para colgar nada. Cuando oyó las noticias de su beca MacArthur, vivía en un motel en Knoxville, Tennessee. Alojamientos como ese han sido su casa tan habitualmente que ha aprendido a viajar con una lámpara de alto voltaje con una caja de lentes para asegurarse una buena iluminación para leer y escribir. En 1982 compró una casita diminuta de paredes de piedra blanqueada detrás de un centro comercial en El Paso. Pero no me la habría enseñado. La renovación, que empezó hace unos años, se ha parado por falta de fondos. "Apenas es habitable," dice. Se corta él mismo el pelo, come sus propias comidas o en cafeterías y hace su colada en lavanderías.
McCarthy estima que posee aproximadamente unos 7.000 libros, casi todos en armarios de almacenes de alquiler. "Tiene más intereses intelectuales que cualquiera que yo conozca," dice el director Richard Pearce, que coincidió con él en 1974 y se mantiene como uno de sus pocos amigos "artístas". Pearce le pidió que escribiera el guión para "El hijo del Jardinero," una obra para televisión sobre el asesinato de un propietario de un molino en Carolina del Sur en la década de 1870 por un chico perturbado con una pierna de madera. En el estilo típico de McCarthy, la amputación de la pierna del chico y su lenta ejecución en la horca son los momentos de la obra que permanecen en la mente.
McCarthy nunca ha mostrado interés en un trabajo fijo, un rasgo que parece haber preocupado a todas sus ex mujeres. "Vivimos en la pobreza total," dice la segunda, Annie DeLisle, ahora propietaria de un restaurante en Florida. Durante casi ocho años vivieron en un almacen de productos lácteos a las afueras de Knoxville. "Nos aseábamos en el lago," dice con cierta nostalgia. "Alguien le llamaba y le ofrecería 2.000 dólares por ir a una universidad para hablar sobre sus libros. Y él les decía que todo lo que tenía que decir estaba en las páginas del libro. Así que comíamos judías otra semana".
McCarthy prefiere hablar de serpientes de cascabel, ordenadores moleculares, música country, Wittgenstein –lo que sea- antes que de sí mismo o sus libros. "De todas las cosas en las que estoy interesado, es difícil encontrar una en la que no lo estuviera antes de escribir”, gruñe. "Escribir está abajo, muy abajo en el final de la lista".
Su hostilidad hacia el mundo literario parece tano verdadera ("enseñar escritura es un timpo") como una táctica para eliminar distracciones. En las reuniones de MacArthur pasa su tiempo con científicos, como el físico Murray Gell-Mann y el biólogo experto en ballenas Roger Payne, antes que con otros escritores. Uno de los pocos a los que reconoce habiéndolo tratado es el novelista y activista ecologista Edward Abbey. Poco antes de la muerte de Abbey en 1989, planearon una operación secreta para reintroducir el lobo en el sur de Arizona.
El silencio de McCarthy sobre sí mismo ha generado multitud de leyendas sobre sus orígenes y sus circunstancias. La revista Esquire publicó recientemente una lista de rumores, incluyendo el que le sitúa viviendo bajo una torre de extracción petrolífera. Durante años todo lo que se sabía sobre su vida se podía encontrar en la nota del autor para su primera novela, “El guardián del vergel”, publicada en 1965. Decía que había nacido en Rhode Island en 1933, que creció en las afueras de Knoxville, que se educó en escuelas parroquiales, que había ingresado en la universidad de Tennessee, que abandonó; que se había enrolado en las fuerzas aéreas en 1953 durante cuatro años; que había vuelto a la universidad, que volvió a abandonar y que empezó a escribir novelas en 1959. Añadiendo las fechas de publicación de sus novelas y de sus premios, las bodas y divorcios, un hijo nacido en 1962 y el traslado al Suroeste en 1974, se tienen todos los hechos relevantes de su biografía completa.
Hijo mayor de un abogado eminente, que trabajaba para la Tennessee Valley Authority, McCarthy es Charles Jr., con cinco hermanos y hermanas. Cormac, el equivalente gaélico de Charles, es un viejo apodo familiar dedicado por sus tías irlandesas a su padre.
Parece que tuvo una infancia cómoda, sin parangón con las vidas desafortunadas de sus personajes. La gran casa blanca de su infancia con tierras y bosques cercanos, atendido por criadas. "Fuimos considerados ricos porque todas las personas de nuestro alrededor vivían en chozas de una o dos habitaciones," explica. Lo que ocurrió en esas chozas y en el mundo subterráneo de Knoxville parece haber alimentado su imaginación más que cualquier cosa que pasara en su propia familia. Solo su novela "Suttree," que contiene un conflicto paralizador padre e hijo, parece totalmente autobiográfica.
"Yo no fui algo que tuvieran presente," dice McCarthy de una niñez de discordia con sus padres. "Pronto sentí que no iba a ser un ciudadano respetable. Odié la escuela desde el día que puse allí los pies. Presionando para explicar su sentido de alienación tiene un raro momento de reflexión acalorado. "Recuerdo en la escuela de secundaria cuando el maestro preguntó si alguien tenía algún pasatiempo. Fui el único con algún pasatiempo, y tuve todos los hobbies que había. No había hobby que no tuviera, nombra cualquiera, por esotérico que sea, lo había descubierto y practicado mínimamente. Podría haber dado a cualquiera un hobby y aun tenía 40 o 50 para llevarme a casa". La ESCRITURA Y la LECTURA parecen ser los únicos intereses que el adolescente McCarthy nunca consideró. No fue hasta los 23 años, en su segundo encuentro con la formación que descubrió la literatura. Para matar el tedio de la fuerza aérea, que le envió a Alaska, empezó a leer en los barracones. "Leí muchos libros muy rápido," dice, inconcreto sobre sus lecturas.
El estilo de McCarthy debe mucho a Faulkner -su vocabulario recóndito, la puntuación, la portentosa retórica, el uso de dialectos y su concreto sentido del mundo- una deuda que McCarthy no niega. "El hecho inquietante es que los libros surgen de libros," dice. "La vida de la novela depende de las novelas que han sido escritas". Su lista de los que llama "buenos escritores" -Melville, Dostoyevsky, Faulkner- excluye a cualquiera que no "trate con cuestiones de la vida y la muerte". Proust y Henry James no pasan el corte. "Yo no los comprendo," dice. "Para mí, eso no es literatura. Muchos escritores que son considerados buenos los considero extraños".
“El guardián del vergel”, aunque faulkneriano en sus temas, personajes, lenguaje y estructura no es una imitación. La historia de un chico y dos ancianos que tejen y destejen su vida joven tiene una grandeza y una melancolía por sí mismo. Situada en las colinas de Tennessee, la narrativa simbólica conmemora, sin rastro de sentimentalismo, una forma de vida en el bosque que desaparece. La devoción por unos cachorros de mapache liga el destino de los personajes, que vagan sin apreciar la benevolencia. El chaval no sabe nunca que el cuerpo que ve descomponerse en un agujero frondoso puede ser su padre.
McCarthy empezó el libro en la universidad y lo terminó en Chicago, donde trabajó un tiempo en un almacén de recambios de automóvil. "Nunca tuve dudas sobre mis capacidades," dice. "Supe que podría escribir. Solo necesitaba saber cómo comer mientras lo hacía.” En 1961 se casó Lee Holleman, a quien conoció en el colegio; tuvieron un hijo, Cullen (ahora estudiante de arquitectura en Princeton), y se divorciaron rápidamente, cuando el escritor que aún no había publicado se marchó a Asheville, Carolina del Norte y a Nueva Orleans. Preguntado sobre si alguna vez ha pagado una pensión, McCarthy bufa. "¿Con qué?" Recuerda su expulsión de una habitación de 40 dólares al mes en el Barrio Francés por no pagar el alquiler.
Después de tres años de escritura, empaquetó el manuscrito a Random House -"era el único editor del que había oído hablar". Finalmente llegó al despacho del legendario Albert Erskine que había sido el último editor de Faulkner y el padrino de "Bajo el Volcán" de Malcolm Lowry y "El Hombre Invisible" de Ralph Ellison. Erskine reconoció a McCarthy como un escritor del mismo calibre y, en esa clase de relación que ya casi no existe en el mundo de la edición americana, lo editó durante los siguientes 20 años. "Hay una relación paterno filial," dice Erskine, a pesar del hecho, que admite un poco avergonzado, de que "nunca vendimos sus libros".
Durante años, McCarthy parece que subsistió del dinero obtenido en los premios que ganó por "El Guardián del vergel" –incluyendo becas de la American Academy of Arts and Letters, la fundación William Faulkner y la Rockefeller. Algunos de estos fondos fueron destinados a un viaje a Europa en 1967, donde conoció a DeLisle, una cantante pop inglesa, que fue su segunda esposa. Se establecieron durante meses en la isla de Ibiza en el Mediterráneo, donde escribió "La Oscuridad Exterior", publicada en 1968, una historia de Natividad torcida sobre una chica que busca a su hijo, producto de un incesto con su hermano. Al final de su vagabundeo independiente por el sur rural, el hermano asiste, en una de las escenas más horrorosas de McCarthy, a la muerte de su hijo a manos de tres misteriosos asesinos alrededor de una fogata: "Holmes vio el guiño de la hoja en la luz como un largo ojo de gato inclinado y malevolente y una sonrisa oscura irrumpió de la garganta del niño y le destrozó la frente. El chico no hizo ruido. Colgaba con su único ojo nublándose como una piedra húmeda y la sangre negra bombeando su vientre desnudo."
En "Hijo de Dios", publicado en 1973 después de volver con DeLisle a Tennessee, probó nuevos límites. El protagonista principal, Lester Ballard –asesino en serie necrofílico- vive con sus víctimas en una serie de cuevas subterráneas. Está basado en reportajes de periódicos de una figura parecida en el Condado de Sevier, Tennessee. De algún modo, McCarthy descubre compasión y humor en Ballard, aunque nunca pide al lector que perdone sus crímenes. No se ofrece ninguna teoría social ni psicológica que lo justifique.
En una larga revisión del libro en The New Yorker, Robert Coles calificó a McCarthy como "novelista de sentimientos religiosos," comparándolo con los dramaturgos griegos y los moralistas medievales. Y en una observación profética apuntó la "terca negativa del novelista para adaptar su escritura a las demandas literarias e intelectuales de nuestra era," considerándole un escritor "cuyo destino es ser relativamente desconocido y a menudo mal interpretado".
"La mayor parte de mis amigos de aquellos tiempos están muertos," dice McCarthy. Estamos sentados en un bar en Juárez, hablando de "Suttree", su libro más largo y divertido, una celebración de los locos irresponsables que conoció en los bares sucios y los billares de Knoxville. McCarthy ya no bebe –lo dejó hace 16 años en El Paso, con una de sus jóvenes novias- y "Suttree" se lee como una despedida de esa vida. "Los amigos que tengo son sencillamente los que dejaron de beber," dice. "Si hay una enfermedad laboral en la escritura es la bebida."
Escrito durante aproximadamente 20 años y publicado en 1979, "Suttree" tiene un a protagonista sensible y maduro, a diferencia de cualquier otro en la obra de McCarthy, que a duras penas se gana la vida viviendo en una casa flotante, y pescando en el contaminado río de la ciudad, desafiando a su severo padre triunfador. Un engreimiento literario, -parte Stephen Dédalo, parte Prince Hal- también es McCarthy, el paria voluntario. Muchos de los borrachuzos y tipos broncos del libro son sus auténticos compañeros de antaño. "Siempre me atrajeron las personas que disfrutan de un estilo de vida peligroso," dice. Se dice que los residentes de la ciudad compiten por localizarse en el texto, que ha sustituido a "Una Muerte en la Familia" de James Agee como la novela de Knoxville.
McCarthy empezó "Meridiano de Sangre" después de trasladarse al Suroeste, sin DeLisle. "Siempre pensó que escribiría el gran Western norteamericano," dice una DeLisle aún dolida, que mecanografió "Suttree" para él "dos veces, las 800 páginas". A pesar de todas las vicisitudes, aún son amigos. Si "Suttree" se esfuerza por ser "Ulises", "Meridiano de Sangre" tiene claros ecos de "Moby Dick," el libro favorito de McCarthy. Un loco gigante calvo llamado el Juez Holden ofrece floridos discursos a diferencia del capitán Ahab. Basado en hechos históricos del Suroeste en 1849-50 (McCarthy aprendió español para documentarlo), el libro sigue la vida de un personaje mítico llamado “el chico” que cabalga con John Glanton, que fue el líder de una feroz banda de cazadores de cabelleras. La colisión entre la prosa inflada de una novela del siglo XIX y la realidad nauseabunda da a "Meridiano de Sangre" su carácter extraño e infernal. Quizás sea el libro más sangriento desde "La Ilíada".
"Siempre he estado interesado en el Suroeste," dice McCarthy suavemente. "No hay un lugar en el mundo a donde puedas ir en el que no sepan de vaqueros e indios y del mito del Oeste".
Con más profundidad, el libro explora la naturaleza del mal y la atracción de la violencia. Página tras página presenta al normal y a menudo insensato asesino que se pasea entre grupos de blancos, hispanos e indios. No hay héroes en esta visión de la frontera norteamericana.
"No existe algo como la vida sin derramamiento de sangre," dice McCarthy filosóficamente. "Pienso que la idea de que las especies pueden ser mejoradas de algún modo, que todos podríamos vivir en armonía, es una idea realmente peligrosa. Quienes están afectados por esta idea son los primeros que renuncian a su vida y su libertad. Tu deseo de que así sea te esclavizará y hará vacua tu vida.”
Esta visión descarnada de la realidad parecería no cuadrar con la generosidad de la filantropía. Otra vez, McCarthy no es un reaccionario típico. Como Flannery O'Connor, toma partido por los inadaptados y por los anacronismos de la vida moderna en contra del "progreso". Su obra "The stonemason", escrita hace pocos años y programada para estrenarse este otoño en el Arena Stage en Washington, se basa en una familia negra del sur para la que trabajó muchos meses. La descomposición de la familia en la obra refleja la desaparición reciente de la cantería como un oficio.
"Amontonar piedra es el oficio más viejo que hay", dice, sorbiendo una Coca. "Ni siquiera la prostitución puede aproximarse a su antigüedad. Es más viejo que cualquier otra cosa, más viejo que el fuego. Y en los últimos 50 años, con el cemento hidráulico, está desapareciendo. Lo encuentro bastante interesante".
Comparado con la sonoridad y la carnicería de "Meridiano de Sangre" el mundo de "Todos los hermosos Caballos" es menos arriesgado -reprimido pero sano. El principal personaje, un adolescente llamado John Grady Cole, deja su hogar en Tejas Occidental en 1949 después de la muerte de su abuelo y durante el divorcio de sus padres, convenciendo a su amigo Lacey Rawlins de que deben huir a México.
Predomina el dialogo frente a la descripción y los cómicos intercambios entre los jóvenes tienen una música desolada, como si sus palabras hubieran sido talladas por el viento del desierto:
"Cabalgaron.
¿Nunca te has sentido inquieto? dijo Rawlins.
¿Por qué?
No sé.
Por nada.
Solo inquieto. A veces. Si estás en un lugar donde se supone que no debes estar, pienso que podrías sentirte inquieto.
Podría ser, en cualquier caso.
Bueno, imagina que estuvieras inquieto y no supieras por qué. ¿Significaría que estás en un lugar donde no deberías estar y no lo sabes?
¿Qué coño pasa contigo?
No lo sé. Nada.
Creo que cantaré.
Y lo hizo."
Un cuento lineal de episodios de muchachos -encuentran vaqueros, se juntan con un desgraciado compañero, doman caballos en una hacienda y acaban en la cárcel- el libro mantiene una inocencia sostenida y una nueva lucidez en la obra de McCarthy. Incluso hay una tierna historia de amor.
“Usted aún no ha llegado al final,” contesta McCarthy, cuando le comento que hay pocos muertos. “Puede no ser más que una trampa y un engaño para atraerle, para que piense que todo irá bien”.
De hecho, el libro es el primer volumen de una trilogía; la tercera parte ha existido durante 10 años, como un guión. Él y Richard Pearce han estado a punto de hacer la película –Sean Penn estuvo interesado- pero los productores siempre han acabado asustados sobre el argumento que tiene como relación central el amor de John Grady por una prostituta adolescente mexicana.
Knopf está acelerando los motores de la publicidad para una campaña que esperan que proporcione a McCarthy un reconocimiento atrasado. Vintage reeditará “Suttree” y “Meridiano de Sangre” el próximo mes y el resto de su obra poco después. Sin embargo, McCarthy no hará el circuito promocional. Durante mi visita ha estado trabajando por las mañanas en el segundo volumen de la trilogía, que requerirá otro largo viaje a México.
“Lo grande de McCarthy es que no tiene prisa,” dice Pearce. “Está en paz absoluta con sus propios ritmos y tiene plena confianza en sus propios poderes.”
En una sala de billar una tarde, un establecimiento ruidoso y juvenil en uno de los ubicuos centros comerciales de El Paso, McCarthy ignora los videojuegos y el Rock and Roll y pacientemente se centra en la mesa. Hábil jugador, fue miembro de un equipo en esta sala, un escenario incongruente para un hombre de su conservador comportamiento. Pero más de uno de sus amigos describen a McCarthy como un “camaleón, capaz de adaptarse fácilmente a cualquier situación y compañía porque parece tan seguro de lo que hará y lo que no.”
“Todo es interesante,” dice McCarthy. “Creo que no me he aburrido en 50 años. He olvidado lo que es eso.”
Trabaja diligentemente en su casa de piedra o en moteles con su Olivetti manual. “Es un asunto desordenado,” dice de la escritura de sus novelas. “Acabas con cajas de zapatos con recortes de papel.” Le gustan los ordenadores. “Pero no para escribir”. Esto es todo lo que quiere explicar sobre su proceso de escritura. No explica quién escribe ahora las últimas versiones.
Con bastante dinero ahorrado para dejar El Paso, McCarthy puede mudarse de nuevo pronto, probablemente para pasar varios años en España. Su hijo, con quien ha restablecido últimamente una buena relación, se casará allí el próximo año. “Tres traslados son tan buenos como el fuego,” dice como un elogio de no tener casa.
El coste psíquico de una vida tan independiente, para él y para los otros, es duro de calibrar. Sabiendo que otros escritores norteamericanos de talento no han tenido que aguantar el descuido y la dureza del suyo, McCarthy ha escogido ser práctico sobre los términos de su éxito. Como conmemora lo que se desvanece de la memoria –lo popular, la gente, el lenguaje de la era premoderna- parece inmensamente orgulloso de ser el tipo de escritor que casi ha dejado de existir.