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A veces ella le mandaba por correo electrónico las fotografías que le habían tomado y él le enviaba un correo rápido dándole su opinión o esperaba hasta la noche para llamarla y comentar juntos sus poses y el maquillaje y la iluminación, que no le concernía directamente pero por los que ella se preocupaba mucho, con la misma obsesión impaciente con la que lo organizaba todo cuando él la visitaba y ambos se esforzaban porque la visita fuese ligeramente distinta a la anterior pero exactamente igual a todas las demás: a veces ella lo recogía en el aeropuerto y a veces no, en ocasiones atravesaban la ciudad para hacer el amor en el piso de ella y a veces decidían no esperar y alquilaban una habitación en algún hotel del aeropuerto y sólo después iban a su piso; siempre cambiaba la muestra de arte contemporáneo que iban a ver juntos y también cambiaba el restaurante donde cenaban y la ropa que ella llevaba esa noche, pero todo lo demás permanecía igual porque era la garantía de que las cosas seguirían de la misma forma y no habría sorpresas durante las siguientes dos o tres semanas en que estuvieran separados, él esperando que la empresa para la que trabajaba volviera a enviarlo a Madrid durante unos días y ella participando de desfiles y de sesiones de fotografía en las que enfocaba su mirada no en los fotógrafos sino en algo que parecía encontrarse más allá, un país más triste que Sudán o Etiopía para el que él no tenía visado ni quería tenerlo y al que, en realidad, era mejor que ella no se dirigiera nunca.
La siguiente vez que se encontraron, mientras atravesaba las puertas de cristal que lo separaban de la multitud que esperaba a los otros pasajeros del vuelo KLM, a él le costó reconocerla: ella tenía ahora el cabello rubio y los ojos azules y unos labios que eran anchos y parecían no caberle en el rostro, que lo observaba expectante y a la espera de una aprobación que él no pudo darle. Ese día discutieron y luego hicieron el amor y después fueron a un restaurante y se entretuvieron llevando una estadística de lo que hacían los ocupantes de las mesas vecinas, cosas como desabrocharse el pantalón después de comer –uno de cada seis–, escarbarse los dientes –uno de cada tres– y pasarse la comida masticada mediante un beso, muy posiblemente con la finalidad de que el otro también la probara librándolo de la molestia de tener que masticarla e impregnarla de saliva. Ambos se marcharon del restaurante con el estómago revuelto y esa noche tuvieron pesadillas.
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Patricio Pron: En tránsito (La vida interior de las plantas de interior, Literatura Mondadori, 2013) amb il·lustracions per al bloc dels orfes d'elPac.
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