“Edith Elaine Bostwick era la típica chica de su época y circunstancias. Había sido educada bajo la premisa de ser protegida de los graves incidentes que la vida pudiera poner en su camino y bajo la de que no tenía otra tarea que la de ser elegante y cómplice consumada de esa protección, dado que pertenecía a una clase social y económica para la que la protección era una obligación sagrada. Fue a colegios privados para chicas en los que aprendió a leer, escribir y aritmética simple. En su tiempo libre se le animaba a bordar, a tocar el piano, a pintar con acuarelas y a debatir sobre algunas de las obras más tiernas de la literatura. Había sido también instruida en asuntos de ropa, carruajes, dicción para damas y moralidad.
Su instrucción moral, tanto en los colegios a los que fue como en casa, eran de naturaleza negativa, de propósito prohibitivo y casi únicamente sexual. De todas formas, la sexualidad era indirecta y no reconocida, por lo tanto cubría cualquier parte de su formación, que recibía la mayor parte de su energía de la fuerza moral regresiva y tácita. Aprendió que tendría tareas para con su marido y familia y que debería cumplirlas.”
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La enterró junto a su marido. Después de que el funeral hubiera terminado, se quedó solo en el frío viento de noviembre y miró las dos tumbas, una abierta a sus pies y la otra cubierta y poblada por una fina capa de hierba. Se giró hacia el pequeño lugar yermo y sin árboles que acogía a otros como sus padres y miró a través de la tierra plana en dirección a la granja en la que había nacido, en la que sus padres habían pasado los años. Pensó en los costes que precisaba, año tras año, el suelo, que permanecía como había sido – un poco más yermo, tal vez, algo mejorado-. Nada había cambiado. Sus vidas se habían consumido en un trabajo triste, rotas sus voluntades, sus inteligencias aturdidas. Ahora yacían en la tierra a la que habían entregado sus vidas y, lentamente, año tras año, la tierra les acogería. Lentamente la humedad y la descomposición infestarían las cajas de pino que contenían sus cuerpos y, lentamente, tocaría sus carnes y, finalmente, consumiría los últimos vestigios de sus sustancias. Y se convertirían en partes sin importancia de aquella obcecada tierra a la que largo tiempo atrás habían entregado sus vidas.”
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Ambos eran muy tímidos y se fueron conociendo despacio, a tientas, se acercaban y se separaban, se tocaban y se retiraban, sin que ninguno quisiera imponer al otro más que lo que fuera grato.
Día a día las capas de reserva que los protegían cayeron, por lo que al fin eran como muchos que son extraordinariamente tímidos, cada uno abierto al otro, sin protección, perfectamente cómodos y sin conciencia de uno mismo.
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En su tierna juventud, Stoner había pensado en el amor como una manera de estar absoluta a la que, si se era afortunado, podía acceder; en su madurez había decidido que era el cielo de una religión falsa hacia el que se debía mirar con un descreimiento apacible, un desprecio bondadoso y familiar y una nostalgia vergonzante. Ahora, en su mediana edad, empezaba a saber que ni era un estado de gracia ni una ilusión, lo veía como un acto humano de conversión, una condición inventada y modificada momento a momento y día a día, por la voluntad y la inteligencia del corazón.”
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Pero William Stoner conocía el mundo de una manera que pocos de sus colegas más jóvenes podrían comprender. Por dentro, bajo su memoria, yacía la experiencia de la dureza, el hambre, la resistencia y el dolor. Llevaba siempre cerca de su consciencia el conocimiento sanguíneo de su herencia, transmitida por ancestros cuyas vidas fueron oscuras, duras y estoicas y cuya ética común era la de mostrar a un mundo opresivo rostros inexpresivos, duros y fríos.
Era consciente de la época en la que vivía. Durante aquella década, cuando los rostros de muchos hombres se tornaron permanentemente duros y fríos, como si miraran hacia un abismo, William Stoner, para quien esa expresión le era tan familiar como el aire que respiraba, vio los signos de la desesperanza generalizada que conocía desde niño. Vio hombres buenos caer en una lenta decadencia de desesperanza, destruidos al ver destruido su concepto de vida decente, les veía mendigar desanimados por las calles, con la mirada vacía como añicos de cristal roto; les veía encaminarse hacia las puertas de atrás, con el amargo orgullo de los hombres que avanzan hacia su propia ejecución, a mendigar el pan que les permitiera volver a mendigar, y vio hombres que una vez caminaron erguidos por su propia identidad mirarle con envidia y odio por la débil seguridad que disfrutaba como empleado de una institución que, no se sabe por qué, no podía caer. No expresó esta consciencia pero conocer la miseria común le afectó y le cambió profundamente y sin que nadie lo apreciara, la tristeza por los apuros ajenos le acompañó en todos los momentos de su vida.”
John Williams
Stoner (1965).
Ediciones de Baile del Sol.
Traducció d'Antonio Díez Fernández